sexta-feira, 20 de novembro de 2009

Teólogos católicos, ortodoxos, pero no combatientes



–Ya ha citado ese tremendo discurso de Juan Pablo II, en 1981, media docena de veces.
–Tenga paciencia, pues espero seguir recordándolo.

La misión de los teólogos en la Iglesia es de suma importancia, y ha de realizarse siempre a la luz de la Biblia y de la Tradición, bajo la dirección del Magisterio de la Iglesia, teniendo también en cuenta el sensus fidei del pueblo cristiano (Vaticano II, DV 10; OT 16; llamo «teólogos» a los profesores de teología, acomodándome a la impropia costumbre actual). Ahora bien, de hecho, entre los teólogos católicos –unos son ortodoxos, que defienden la fe de los errores contrarios; –otros son heterodoxos, que silencian o falsifican más o menos la doctrina católica; y –otros son teólogos católicos ortodoxos, pero que no combaten los errores contrarios a la verdad católica. De éstos trataré ahora.

Varios documentos del Magisterio apostólico tratan de los teólogos: –Congregación de la Fe, instrucción Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo, (24-V-90); –Juan Pablo II, disc. Teología y Magisterio, (24-XI-1995); –Juan Pablo II, carta apostólica, Ad tuendam fidei (18-V-1998).

Los teólogos que afirman la verdad, pero que no niegan los errores, no cumplen fielmente su ministerio. La plena afirmación de la verdad divina exige la negación de los errores contrarios. De otro modo «el testimonio de la verdad» no es total, ni llega a expresarse de un modo plenamente inteligible. No pocas veces se llega al conocimiento de la verdad cuando se vencen persuasivamente los errores contrarios. Los profetas no se limitan a afirmar la realidad de un Dios único, sino que denuncian la falsedad de los dioses múltiples y de los ídolos, llegando a ridiculizarlos y a reirse de su vanidad. Cristo afirma la primacía de la interioridad religiosa, pero al mismo tiempo rechaza con fuerza el ritualismo exterior de fariseos y letrados. Afirma y niega. Y la misma norma siguen los Apóstoles al predicar.

Los Santos Padres enseñan en preciosas exposiciones las verdades de la fe, pero escriben también muchas obras Adversus hæreses. Saben que de otro modo no afirmarían del todo la verdad cristiana. Por eso el género literario Adversus o Contra… sean herejías (contra pelagianos, contra arrianos, contra maniqueos), o sean autores heréticos contemporáneos, citados por su nombre (contra Faustum, contra Secundinum), es muy frecuente en sus escritos. Santo Tomás, en cada artículo de la Summa sigue esa misma norma docente: indica al principio un cierto número de enseñanzas erróneas sobre un tema; da en el cuerpo del artículo la doctrina verdadera; y termina respondiendo a los errores señalados al principio. En todas las culturas se ha seguido siempre esa misma pedagogía, que responde a la naturaleza del entendimiento humano. Según eso no cumplen plenamente con su ministerio aquellos Obispos, teólogos o predicadores que solo afirman la verdad, pero que no se atreven a denunciar y a refutar abiertamente los errores contrarios.

Entre los teólogos ortodoxos, hoy la mayoría son débiles para combatir el error. Y es que negar los errores exige ciertamente un valor martirial aún mayor que afirmar la verdad.

La afirmación de la verdad divina entre los hombres requiere sin duda una fuerza sobre-humana. La «locura de la predicación» ha de parecer a los hombres «escándalo y locura» (1Cor 1,21-23), porque propone unos «pensamientos y caminos de Dios» que distan de ellos más que el cielo de la tierra (Is 55,8-9). No puede comunicarse, pues, la Revelación divina sino con una gran parresía y fuerza de cruz.

Pero la negación de los errores requiere una fuerza espiritual aún mayor. De hecho, la historia de Cristo y de la Iglesia nos asegura que la refutación de los errores presentes es mucho más peligrosa que la afirmación de las verdades que les son contrarias. Los mártires, en efecto, sufren persecución y muerte no tanto por afirmar las verdades divinas, sino por decir a los hombres que sus pensamientos son falsos y que sus caminos llevan a perdición temporal y eterna. Ya comprobamos esto al estudiar el lenguaje de Cristo y el de San Pablo (25-26), la parresía de San Francisco Javier (28), etc.

No basta, por ejemplo, predicar a un grupo de matrimonios la castidad conyugal –no basta, ¡aunque eso es ya mucho!–. Es preciso decir además que la anticoncepción, que desvincula amor y posible fertilidad, es intrínseca y gravemente pecaminosa, y que su empleo –a no ser que venga exigido por un fin terapéutico– no puede ser justificado por ninguna intención o circunstancia. En ciertos ambientes, la predicación positiva de la castidad conyugal quizá suscite reticencia o rechazo. Pero lo que dará lugar a persecuciones, descalificaciones y marginaciones, lo que vendrá a ser ocasión de martirio, es decir, de testimonio doloroso de la verdad de Cristo, es la reprobación firme de los anticonceptivos. Y eso explica que en tantas Iglesias locales sea hoy tan rara la predicación completa –afirmando y negando– de la verdadera espiritualidad conyugal católica.

Allí, por ejemplo, donde las absoluciones colectivas se han generalizado casi completamente, hará falta un gran valor para afirmar la verdad, asegurando que la confesión individual es el modo ordinario en que debe celebrarse el sacramento de la penitencia. Pero mucho más valor hará falta para condenar la práctica generalizada de las absoluciones colectivas, que vienen a ser un sacrilegio, es decir, un abuso grave en materias sacramentales. Eso es, en efecto, el sacrilegio: «tratar indignamente los sacramentos y las demás acciones litúrgicas», y es «un pecado grave» (Catecismo 2120).

Los teólogos católicos fieles han combatido siempre las herejías y todos los errores que surgían entre sus contemporáneos. Es un dato continuo de la Tradición católica. A modo de ejemplo, recordaré solo un caso histórico. Cuando a comienzos del siglo XIII nacen las Ordenes Mendicantes, no pocos teólogos, por razones e intereses diversos, impugnan la licitud de esta forma de vida de pobreza. Concretamente Gerardo de Abbeville, maestro parisiense, escribe un libelo Contra adversarium perfectionis christianæ et prælatorum et facultatum Ecclesiæ, arremetiendo contra la pobreza en general y la de los frailes Mendicantes en particular.

San Buenaventura (1221-1274), en esos años Ministro general de los franciscanos, entra en la polémica con su obra Apologia pauperum; contra calumniatorem. En esta obra el Doctor seráfico no solo enseña la pobreza evangélica, sino que combate con gran vehemencia los errores de quien la impugna. Algunas frases del prólogo pueden dar una idea del tono que emplea:

«En estos últimos días, cuando con más evidente claridad brillaba el fulgor de la verdad evangélica –no podemos referirlo sin derramar abundantes lágrimas–, hemos visto propagarse y consignarse por escrito cierta doctrina, la cual, a modo de negro y horroroso humo que sale impetuoso del pozo del abismo e intercepta los esplendorosos rayos del Sol de justicia, tiende a obscurecer el hemisferio de las mentes cristianas. Por donde, a fin de que tan perniciosa peste no cunda disimulada, con ofensa de Dios y peligro de las almas, máxime a causa de cierta piedad aparente que, con serpentina astucia, ofrece a la vista, es necesario quede desenmascarada, de suerte que, descubierto claramente el foso, pueda evitarse cautamente la ruina. Y puesto que este artífice de errores, siendo como es viador todavía, puede corregirse, según se espera, por la divina clemencia, han de elevarse en favor suyo ardientes plegarias a Cristo, a fin de que, acordándose de aquella compasión con que en otro tiempo miró a Saulo, se digne usar de la eficacia de su palabra y de la luz de su sabiduría, atemorizando al insolente, humillando al soberbio y buscando, corrigiendo y reduciendo al descarriado».

Tras esta introducción, poderosa en la fuerza profética del Espíritu Santo, desarrolla Buenaventura su argumentación favorable a la pobreza con gran rigor persuasivo. Sí, es cierto que los modos de esta disputación teológica están en gran medida marcados por un estilo de época, que hoy no convendría usar en una controversia teológica, porque se faltaría con ello a la caridad. Pero queda, sin embargo, como dato unánime de la tradición de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, que en cada siglo los teólogos de la ortodoxia han combatido con fuerza, claridad y caridad a los teólogos de la heterodoxia.

Son muy pocos, por el contrario, los teólogos católicos que han atacado abiertamente los errores contemporáneos. A eso se debe en gran medida que «se han esparcido a manos llenas ideas contrarias a la verdad revelada, y se han propalado verdaderas herejías en el campo dogmático y moral» (Juan Pablo II, 6-II-1981). La explicación de esta actitud pasiva de tantos teólogos ya la di al hablar de la Autoridad apostólica debilitada (40-41). Toda infidelidad para dar testimonio de la verdad y para combatir el error procede principalmente de cuatro causas: 1.-horror a la cruz, 2.- influjo protestante, 3.-influjo del liberalismo, 4.-e incumplimiento de las leyes canónicas.

De este modo, rompiendo una tradición que se mantuvo viva hasta mitados del siglo XX, muchos de los teólogos modernos, por graves que sean los errores que se difundan a su al rededor, «no se espantan de nada», no entran a «combatir el buen combate de la fe» (1Tim 6,12; cf. 2Tim 4,7), y como si apreciaran aún más la libertad de expresión que la ortodoxia, y por influjo protestante y liberal, estiman que «toda opinión merece respeto», aunque no se comparta. En todo caso, la gran mayoría estima «académicamente incorrecto» escribir en forma apologética contra la enseñanza de un autor contemporáneo para defender una verdad de la fe y para preservar al pueblo de una herejía. De este modo los Obispos quedan sin la confortación que necesitarían y que tanto les ayudaría para ejercer libremente su munus docendi y su munus regendi. Y «los cristianos de hoy, en gran parte, se sienten extraviados, confusos, perplejos e incluso desilusionados» (Juan Pablo II, ib.).

En el último medio siglo, muchas veces Roma se ha visto casi sola para señalar y condenar graves errores. Y eso es una vergüenza. Las Notificaciones reprobatorias, p. ej., de la Congregación de la Fe –recuerdo algunas: Hans Küng, 1975, 1979; Jacques Pohier, 1979; Edward Schillebeecks, 1979, 1980, 1984, 1986; Leonardo Boff, 1985; Anthony De Mello, 1998; Jacques Dupuys, 2001; Marciano Vidal, 2001; Jon Sobrino, 2006, etc– pocas veces fueron precedidas de reprobaciones fuertes y numerosas de Obispos y teólogos. En muchas ocasiones, por el contrario, éstos guardaron hacia esos autores un silencio respetuoso, cuando no una actitud favorable. Y aún se ha dado el caso de que, tras la intervención de Roma, hayan continuado sus apoyos hacia los notificados.

Los silencios respetuosos y cómplices son demasiado numerosos. Sin duda que ha habido en nuestro tiempo teólogos ortodoxos y valientes, que exponiéndose a descalificaciones, marginaciones, silenciamientos y verdaderos linchamientos intelectuales, no solo han enseñado fielmente la verdad católica, sino que también han refutado públicamente a los autores contemporáneos que difunden actitudes heréticas, cismáticas y sacrílegas. Pero debemos confesar con realismo que han sido y son muy pocos.

Lo mismo hay que decir de institutos y movimientos religiosos, de facultades y universidades, de editoriales y librerías religiosas, de revistas católicas, por lo demás a veces de excelente ortodoxia. Todos los aludidos parecen no sentirse llamados al combate de la fe cuando es preciso luchar contra contemporáneos. Es como si no se sintieran vocacionados al martirio, a aquel testimonio de la verdad católica que trae consigo cruz. Es posible que manteniendo esa actitud esperen «no romper la unidad» de la comunidad cristiana (!), «no alterar la paz» de la Iglesia (!). Pero ya esa lamentable actitud, en sí misma, es un inmenso error. Nada tiene que ver con la enseñanza y el ejemplo de Cristo, de los Apóstoles y de toda la mejor tradición cristiana.

Y sin embargo hoy es muy fácil combatir a los herejes y cismáticos, pues nunca la Iglesia ha gozado de un cuerpo doctrinal tan amplio y coherente. La Escritura, la Tradición, los Concilios, los grandes documentos pontificios modernos, el concilio Vaticano II, el propio Catecismo de la Iglesia Católica, dan a cualquier teólogo –no hace falta que sea un genio– armas poderosísimas para refutar, más aún, si es preciso, para ridiculizar las barbaridades que se han venido difundiendo en los últimos decenios. No escasean, ciertamente, las armas: faltan combatientes que las esgriman, con peligro, eso sí, de «perder su vida».

Una última observación. En los últimos años –creo que no me equivoco– vienen siendo algunos portales católicos de la web quienes más vigor apologético están mostrando en el ámbito de la Iglesia Católica. Aquí tienen ustedes, sin ir más lejos, InfoCatólica.com.

Y, con perdón, Reforma o apostasía.

José María Iraburu, sacerdote

fonte.reforma o apostasía