terça-feira, 23 de fevereiro de 2010

(66) Gracia y libertad –I. luteranismo y quietismo


–Éstos me parece que nos quedan un poco más lejos. A los católicos. Digo.
–Coincidimos. Pero ojo.

El luteranismo es Lutero. És una herejía muy personal, aunque todas lo son, por supuesto. Consideremos la experiencia fundamental del hombre sobre su vida moral. Todos tenemos conciencia de que somos libres, de que «podemos» elegir. Y si obramos mal, sentimos el peso de nuestra culpa. Pero también es cierto que todos tenemos conciencia de que no somos libres, de que nuestra libertad está enferma, atada, impotente para hacer el bien que quiere y evitar el mal que aborrece (Rm 7,15). Pues bien, en Pelagio prevaleció el primer convencimiento –somos libres: podemos–, hasta oscurecer la necesidad de la gracia. Y en Lutero, después de luchas morales angustiosas, predominó el segundo, hasta negar la necesidad de obrar el bien –no somos libres: no podemos–; no podemos ni siquiera con la ayuda de la gracia.

La doctrina teológica de Lutero (1483-1545) tiene unas profundas raíces biográficas, que conviene conocer. De los agustinos de Erfurt había recibido una mala formación filosófica, nominalista, y una mala teología de la gracia, voluntarista o semipelagiana. La morbosidad de su vivencia espiritual consecuente queda reflejada en confesiones personales como ésta: «Yo, aunque mi vida fuese la de un monje irreprochable, me sentía pecador ante Dios, con una conciencia muy turbada, y con mi penitencia no me podía creer en paz; y no amaba, incluso detestaba a Dios como justo y castigador de los pecadores; me indignaba secretamente, si no hasta la blasfemia, al menos con un inmenso resentimiento respecto a Dios» (Weimarer Augsgabe 54,185). «Al solo nombre de Jesucristo, nuestro Salvador, temblaba yo de pies a cabeza» (44,716). «Yo recuerdo muy bien qué horriblemente me amedrentaba el juicio divino y la vista de Cristo como juez y tirano» (44, 775)…

Así, desde luego, no se puede vivir. ¿Qué salida hay para escapar de esta idea nefasta de Dios y de sí mismo?… El remedio de Lutero fue casi peor que la enfermedad, fue un inmenso y múltiple error. Ya lo he descrito en Lutero, gran hereje. Me fijo ahora sólo en su doctrina sobre el tema gracia-libertad.

El hombre está totalmente corrompido por el pecado, y lo mejor es reconocerlo con todas sus consecuencias. «El hombre peca siempre, aun cuando intente obrar el bien. El hombre está tan corrompido que ni siquiera Dios puede rescatarle de su podredumbre: lo único que es posible a Dios es no tener en cuenta sus pecados, no imputárselos legalmente» (L. F. Mateo Seco, Martín Lutero: sobre la libertad esclava, Madrid 1978, 18).

El hombre no es libre, perdió su libertad al corromperse. Es inútil, pues, que siga atormentándose la conciencia con la ilusión psicológica de su pretendida libertad. Lutero, en sus primeras obras, aún creía en la libertad del hombre (4,295); comenzó a ponerla en duda a partir de 1516, y vino a negarla furiosamente en 1525, en una de sus obras preferidas, De servo arbitrio, polemizando con Erasmo. La libertad humana es incompatible –con Dios, que todo lo preconoce y predetermina; –con Satanás, porque él tiene cautivo al hombre, y domina verdaderamente sobre él; –con la realidad del pecado original, que corrompió todo lo que es el hombre, también su libertad; –y es inconciliable con la redención de Cristo, que sería superflua si el hombre fuera libre (18,786). Consiguientemente, la misma expresión libre arbitrio debiera desaparecer del lenguaje humano; sería «lo más seguro y lo más religioso» (18,638). Ya Lúcido negó antes la libertad, y su error fue condenado en el concilio de Arlés (473: Denz 331).

Sola fides. Por tanto el cristiano se salva por la fe, no por las obras. La justificación cristiana es necesariamente sólo declarativa, pasiva, «imputativa» (WA 56,287). Simplemente, por la fe en el Salvador, no tiene Dios en cuenta el pecado del creyente. Y aunque las buenas obras son convenientes, como expresión de la fe, en modo alguno han de considerarse como necesarias para la salvación. Incluso pueden ser peligrosas, cuando debilitan la fe fiducial, y la persona, esforzándose por conseguir obras buenas, trata entonces de apoyarse en su propia justicia. El cristiano, pues, debe aprender a vivir en paz con sus pecados. Debe reconocer que es «simultáneamente pecador y justo (simul peccator et iustus): pecador en realidad y justo en la reputación de Dios» (WA 56,272).

En efecto, «en nada daña ser pecadores, con tal que deseemos con todas nuestras fuerzas ser justificados». Pero el diablo, con mil artificios, tienta a los hombres «a que trabajen neciamente esforzándose por ser puros y santos, sin ningún pecado, y cuando pecan o se dejan sorprender de alguna cosa mala, de tal manera atormenta su conciencia y la aterroriza con el juicio de Dios, que casi les hace caer en desesperación… Conviene, pues, permanecer en los pecados y gemir por la liberación de ellos en la esperanza de la misericordia de Dios» (56,266-267).

Sola gratia. No es posible que las buenas obras sean necesarias para la salvación. Si fueran necesarias, todos los hombres se condenarían, pues todos son pecadores y han de pecar inevitablemente. Notemos bien que el error de esta herejía de Lutero, sola gratia, no está, como se ha afirmado tantas veces en el catolismo postridentino, en «atribuir todo a la gracia divina», pues, efectivamente, a Dios hay que atribuirle toda la gracia y la salvación. Lo contrario, pretender que la salvación viene realizada en parte por la misericordia de la gracia divina, y en parte por la fuerza de la libertad humana, que viene a completar lo que le falta a la acción gratuita de Dios, es puro semipelagianismo.

Aunque parezca paradójico, el error que subyace al pensamiento de Lutero es el mismo que con frecuencia ha contaminado de naturalismo semipelagiano a sus oponentes católicos: el error de pensar que la acción de la gracia es extrínseca a la acción buena del hombre; es decir, es el enorme error de ignorar que precisamente la acción de la gracia divina es la causa íntima de la acción libre del hombre, y así produce en él y con él la obra buena, salvífica y meritoria de vida eterna. Atribuir, pues, todo a la gracia de Dios no deja excluida en modo alguno la libertad humana, pues ésta se ve precisamente causada por aquélla. La voluntad se mueve movida por la gracia de Cristo.

Un correcto diálogo ecuménico exige tener bien en cuenta estas verdades. Según esto, cuando los luteranos acusan a los católicos de ser semipelagianos, y de que no atribuimos a la misericordia de la gracia divina toda la salvación del hombre, sino parte de ella, sería un error muy grave contestarles que atribuir toda la salvación a la misericordia divina equivale a anular la libertad humana. Diciendo tal cosa les confirmaremos en su convencimiento de que somos semipelagianos. Por el contrario, desde la fe católica

hemos de afirmar al luterano que, efectivamente, todo es gracia, pero que precisamente la misericordia de Dios es mayor cuando su gracia renueva verdaderamente al hombre en su ser, y cuando potencia realmente sus facultades, haciéndole instrumento activo y operante de obras sobrenaturales; y

hemos de afirmar igualmente al católico temeroso de que una acentuación de la gracia implique la anulación de la libertad, que la gracia divina no actúa en la naturaleza humana desde fuera, extrínsecamente, sino desde dentro, sanándola, inclinándola y potenciándola activamente en su misma entidad natural hacia las obras buenas. Así lo veremos al recordar con más detenimiento la doctrina católica de la gracia.

Una herejía permanente. Lo mismo que el pelagianismo, el luteranismo es una herejía permanente, que, desde luego, extiende su tentación más allá del campo protestante. Ya señalé la «protestantización» actual que amenaza por muchos lados a la Iglesia Católica (41). Pero fijándome únicamente en el tema gracia-libertad, que ahora nos ocupa, conviene advertir que

la pérdida actual de la fe en la libertad del hombre, y la casi anulación consiguiente de la conciencia de pecado, partiendo de unas premisas muy diversas de las de Lutero, conducen finalmente a un efecto semejante. Como señala G. Piovene, «entre la diversidad de las filosofías actuales [y lo mismo sucede en las escuelas principales de psicología] se descubre una constante: ninguna se presenta como una filosofía de la libertad. Se intenta sobre todo establecer los mecanismos por los que el hombre está condicionado: económicos, psicológicos, derivados de la estructura del lenguaje o de la situación histórica en que vive» (Elogio della libertà, Milán 1970,287). Esto luteraniza la cultura de hoy.

La eliminación en el cristianismo de la soteriología, salvación-condenación, realizada prácticamente por Lutero con su «sola fides», afecta también a muchos católicos, pues consideran increíble que los actos cumplidos en la vida presente puedan determinar una vida eterna de premio o de castigo. Como ya vimos, no hay ya propiamente una cuestión de salvación/condenación (08-09). Basta la fe en Cristo Salvador, y no son propiamente necesarias las buenas obras. Así es el «catolicismo luterano».

Cuando un católico tiene por irremediable su atadura al pecado, se cierra a la gracia del arrepentimiento efectivo, y luteraniza así su experiencia cristiana de pecado y salvación. En esta actitud espiritual, si va, por ejemplo, al sacramento de la penitencia, busca en Cristo una justificación al estilo luterano: «soy pecador, y como inevitablemente lo seguiré siendo, ni siquiera hago propósito de enmendarme; pero pongo toda mi fe en Cristo, y así Dios me perdona, y me seguirá perdonando siempre». Y basta con eso.

Entre Pelagio y Lutero. La tentación predominante del catolicismo actual está en Pelagio, en el voluntarismo antropocéntrico, que no quiere reconocer la necesidad de la gracia, de la ayuda sobre-natural de nuestro Señor Jesucristo, «que es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,42). Pero también está vigente hoy la tentación de Lutero. En realidad, hay que decir que el pueblo católico hoy experimenta al mismo tiempo las dos tentaciones.

De este modo, en ciertos ambientes, hallamos la extraña especie híbrida de un cristianismo pelagiano-optimista ante la multitud, es decir, ante la juventud, los obreros, la cultura moderna, el progreso y la técnica, y luterano-pesimista ante el individuo, pues no cree en las posibilidades reales que tiene la persona, ni siquiera con el auxilio de la gracia, para salir efectivamente de su pecado y vivir santamente. Cualquier sacerdote comprueba esto como ministro del sacramento de la penitencia. Estamos, pues, aunque parezca increíble, ante un pelagianismo luterano o bien un luteranismo pelagiano. Cualquier cosa se puede esperar de quienes se alejan de la doctrina católica de la Iglesia. Pero consideremos brevemente otro grave error.

El quietismo no niega la libertad, como el luteranismo, pero propugna que se esté quieta, que no actúe. En la historia de la espiritualidad se registran tendencias quietistas de muy diverso estilo –maniqueos y gnósticos, cátaros y fraticelli, hermanos del libre espíritu, beguardos y beguinas, alumbrados españoles del XVI–, pero el más caracterizado quietismo, el que aquí considero, es el que se produce a fines del siglo XVII en torno a Miguel de Molinos (+1696; Denz 2201-2268; +2181-2192), Fenelón (+1715), el padre Lacombe (+1715) y Madame Guyon (+1717; Denz 2351-2373). El camino interior de Molinos no es idéntico al amor purísimo de Fenelón, pero coinciden en algunas orientaciones. La Iglesia, al condenar el quietismo radical y típico, lo esquematizó en sus rasgos más propios:

Pasividad total. «Querer obrar activamente es ofender a Dios, que quiere ser él el único agente; por tanto es necesario abandonarse a sí mismo todo y enteramente a Dios» (Denz 2202). «La actividad natural es enemiga de la gracia, e impide la operación de Dios y la verdadera perfección; porque Dios quiere obrar en nosotros sin nosotros» (2204).

Quietud en la oración, nada de devociones activas. «El que en la oración usa de imágenes, figuras, especies y conceptos propios, no «adora a Dios en espíritu y en verdad» (Jn 4,23)» (2218). La concepción quietista de la oración recuerda al zen: «En la oración hay que permanecer en fe oscura y universal, en quietud y olvido de cualquier pensamiento particular…, sin producir actos, porque Dios no se complace en ellos» (2221).

Aniquilación personal, muerte mística. «No conviene a las almas de este camino interior que hagan operaciones, aun virtuosas, por propia elección y actividad; pues en otro caso, no estarían muertas» (2235).

Indiferencia total. El alma no debe interesarse ni por cielo o infierno (2207), ni por su propio estado espiritual, «sino que debe permanecer como un cadáver exánime» (2208). «Resignado en Dios el libre albedrío, al mismo Dios hay que dejar el pensamiento y cuidado de toda cosa nuestra, y dejarle que haga en nosotros sin nosotros su divina voluntad» (2213).

Impecabilidad. «Con ocasión de las tentaciones, por furiosas que sean, no debe el alma hacer actos explícitos de las virtudes contrarias, sino que debe permanecer en el sobredicho amor y resignación» (2237). Las caídas que sobrevinieren «no son pecado, porque no hay consentimiento en ellas» (2241), ni es conveniente confesarlas (2248, 2260).

Tanto el luteranismo como el quietismo parten de una pésima teología de la relación entre naturaleza y gracia. La Iglesia afirma que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y eleva, con la colaboración libre del hombre. Pero el quietismo piensa que la gracia, para divinizar al hombre, necesita aniquilar sus actos. Felizmente, el quietismo del XVII no dejó muchas huellas en la espiritualidad cristiana. Lo que habrá siempre entre los cristianos es la pereza, la indolencia, la resistencia a la gracia de Dios cuando mueve a algo que es penoso. Pero el quietismo no es eso; es otra cosa.

José María Iraburu, sacerdote

fonte:reforma o apostasía