quinta-feira, 29 de abril de 2010

A crise na Igreja, segundo Romano Amerio no seu livro " Iota unum"







“Porque en verdad os digo:
antes pasarán el cielo y la tierra
que pase una sola iota (iota unum)
o una tilde de la ley,
sin que todo se verifique” (Mateo 5,18)


Extracto libro Iota Unum
Romano Amerio


CAPITULO I

LA CRISIS


2. NEGACION DE LA CRISIS

Algunos autores niegan la existencia o la singularidad de la actual desorientación de la Iglesia, aduciendo la dualidad y antagonismo existentes entre la Iglesia y el mundo o entre el reino de Dios y el reino del hombre, antagonismo inherente a la naturaleza del mundo y de la Iglesia. Pero tal negación no nos parece correcta, porque la oposición verdaderamente esencial no tiene lugar entre el Evangelio y el mundo entendido como totalidad de las criaturas (a quienes Cristo viene a salvar), sino entre el Evangelio y el mundo en cuanto in maligno positus (I Juan 5, 19), marcado por el pecado y orientado hacia el pecado, y por el cual Cristo no reza (Juan 17, 9).


Dicha oposición esencial podrá ampliarse o reducirse según que el mundo como totalidad coincida más o menos con el mundo del Maligno, pero jamás debe olvidarse esa distinción ni creer esencial una oposición que, con extensión e intensidad diversas, es solamente accidental.

3. ERROR DEL CRISTIANISMO SECUNDARIO

A causa de dicha diversidad de intensidad y extensión queda excluída la opinión de quienes niegan haber existido un tiempo en el cual la Iglesia haya penetrado el mundo mejor que en otros, y el Cristianismo tenido más éxito (es decir, actualizado mejor las potencialidades que le son propias).[1] Tales habrían sido los tiempos de la Cristiandad medieval, precisamente en relación a los de la era moderna.

Quienes niegan la existencia de esos siglos privilegiados se apoyan principalmente en la persistencia, tanto entonces como ahora, de guerras, servidumbres, opresión de los pobres, hambre e ignorancia, consideradas incompatibles con la religión y de cuya ineficacia constituirían incluso una prueba. Como dichas miserias han existido y siguen existiendo en el género humano, parecería no haber sido éste redimido ni ser redimible por el Cristianismo.


Ahora bien, posiblemente esta opinión cae en ese error que llamamos Cristianismo secundario: se juzga a la religión por sus efectos secundarios y subordinados en orden a la civilización, haciéndolos prevalecer y sobreponiéndolos a los sobrenaturales que la caracterizan. Subyacen aquí los conceptos mismos de civilización y progreso, tratados más adelante (§§ 207-208 y §§ 218-220).

4. LA CRISIS COMO INADAPTACION

Más común es la opinión según la cual la crisis de la Iglesia es una crisis de inadaptación a los avances de la civilización moderna, consistiendo su superación en una apertura o, según el lema de Juan XXIII, un aggiornamento del espíritu de la religión para hacerlo converger con el espíritu del siglo.

A este propósito conviene observar cómo la penetración del mundo por obra de la Iglesia es connatural a la Iglesia, levadura del mundo (Luc. 13, 21), y puede comprobarse históricamente que procedió a ocupar todos los órdenes de la vida temporal: ¿no regía incluso el calendario y los alimentos?

A tal extremo llegó dicha ocupación, que contra ella se levanta la acusación de haber usurpado lo temporal, y se exige su separación y su purgación. En realidad la acomodación de la Iglesia al mundo es una ley de la religión (que proclama a un Dios hecho hombre por condescendencia) y de la historia (que muestra una constante mescolanza, unas veces progresiva y otras regresiva, de la Iglesia con las cosas del mundo).

Sin embargo, la acomodación esencial de la Iglesia no consiste en conformarse al mundo («nolite conformari huic seculo [no os acomodéis a este siglo]», Rom. 12, 2), sino en modelar su propia contraposición al mundo según las diversas circunstancias históricas, así como en ir modificando, y no suprimiendo, esa contraposición esencial.


De este modo, frente al Paganismo, el Cristianismo sacó a relucir una virtud opuesta, rechazando el politeísmo, la idolatría, la esclavitud de los sentidos, o la pasión de gloria y de grandeza: en suma, sublimando todo lo terrestre bajo una mirada teotrópica, ni tan siquiera barruntada por los antiguos. No obstante, al practicar tal antagonismo hacia el mundo, los cristianos vivían en el mundo como si en él estuviese su destino. En la Epístola a Diognete aparecen como indistinguibles de los paganos en todas las costumbres de la vida [2].

5. ADAPTACIONES DE LA OPOSICIÓN DE LA IGLESIA AL MUNDO

De modo similar, ante los bárbaros la Iglesia no asumió la barbarie, sino que se revistió de civilización; y en el siglo XIII, contra el espíritu de violencia y de avaricia, asumió el espíritu de mansedumbre y de pobreza con el gran movimiento franciscano; y no aceptó el renaciente aristotelismo, sino que rechazó con energía la mortalidad del alma, la eternidad del mundo, la creatividad de la criatura y la negación de la Providencia, contraponiéndose así a todo lo esencial de los errores de los Gentiles.

Y siendo aquéllos los artículos principales de la filosofía de Aristóteles, puede decirse que la Escolástica consistió en un aristotelismo «desaristotelizante». Esta operación la ve Campanella alegóricamente simbolizada en el cortar la cabellera y las uñas a la bella mujer a la que se hace prisionera (Deut. 21, 12). Y más tarde no se acomodó al subjetivismo luterano subjetivizando la Escritura y la religión, sino reformando, es decir, dando nueva forma, a su principio de autoridad. Finalmente, no se amilanó ante la tempestad racionalista y cientificista del siglo XIX diluyendo o cercenando el dato de fe, sino que, al contrario, condenó el principio de la independencia de la razón. Tampoco acogió el impulso subjetivista renacido en el modernismo, antes bien lo contuvo y lo castigó.


Por tanto puede decirse en general que el antagonismo del catolicismo con el mundo es invariable, variando solamente sus modalidades, y haciéndose expresa la oposición en aquellos artículos y en aquellos momentos en los cuales el estado del mundo exige que el antagonismo sea declarado y profesado. De hecho la Iglesia proclama la pobreza cuando el mundo (y ella misma) se prosterna ante la riqueza, la mortificación cuando el mundo sigue los engañosos halagos de las tres concupiscencias, la razón cuando el mundo se dirige al ilogicismo y al sentimentalismo, la fe cuando el mundo se extasía ante la ciencia.

La Iglesia contemporánea, por contra, va buscando «algunos puntos de convergencia entre el pensamiento de la Iglesia y la mentalidad característica de nuestro tiempo» (OR, 25 julio 1974).


6. MÁS SOBRE LA NEGACIÓN DE LA CRISIS

No faltan, aunque a decir verdad son poco frecuentes, quienes niegan la actual desorientación de la Iglesia, e incluso quienes contemplan este artículos temporum como renovación y florecimiento.

Esta negación de la crisis podría apoyarse en algunas alocuciones de Pablo VI, pero éstas se encuentran compensadas y sobradamente superadas por tantas o más en sentido contrario. Un testimonio singular del pensamiento papal es el discurso de 22 de febrero de 1970 [3]. Después de haber admitido que la religión está retrocediendo, el Papa sostiene sin embargo que «es un error detenerse en el aspecto humano y sociológico, porque el encuentro con Dios puede nacer de procesos alejados de cálculos puramente científicos: el futuro se escapa a nuestras previsiones».


Aquí parece confundirse aquello que Dios puede mediante potencia absoluta, como dicen los teólogos, con lo que puede mediante potencia ordenada, o sea, dentro del orden de naturaleza y de salvación instituido por Él mediante libre decisión y único realmente existente.[4]

A causa de tal confusión, el problema de la crisis resulta eludido. En realidad, introduciendo el concepto de una acción que Dios realizaría fuera del orden querido de facto por Él, aquello que se deplora en la religión considerada históricamente (la crisis) resulta imposible de deplorar. Es muy cierto que «el encuentro con Dios puede producirse a pesar de una actitud hostil hacia la religión», pero nihil ad rem.


Si se contempla lo que Dios puede hacer mediante su potencia absoluta se desemboca en la taumaturgia, y entonces puede llegarse hasta obviar la contradicción y sostener, como hace el Papa en otra alocución, que «cuanto más indispuesto está el hombre moderno hacia lo sobrenatural, más dispuesto está». ¿Por qué no habría de estarlo, considerando la potencia absoluta de Dios?

7. EL PAPA RECONOCE EL DESASTRE

En muchos momentos en los cuales su espíritu recusaba el loquimini nobis placentia»[5] (' (Is. 30, 10), Pablo VI definió con fórmulas dramáticas el declive de la religión.

En el discurso al Seminario lombardo en Roma del 7 de diciembre de 1968 dijo que «la Iglesia se encuentra en una hora inquieta de autocrítica o, mejor dicho, de auto demolición. Es como una inversión aguda y compleja que nadie se habría esperado después del Concilio. La Iglesia está prácticamente golpeándose a sí misma».


No insistiré en el famoso discurso del 30 de junio de 1972, en el cual el Papa afirma tener la sensación de que «por alguna rendija se ha introducido el humo de Satanás en el templo de Dios». Y proseguía: «También en la Iglesia reina este estado de incertidumbre. Se creyó que después del Concilio vendría una jornada de sol para la historia de la Iglesia. Ha llegado, sin embargo, una jornada de nubes, de tempestad, de oscuridad».

Y en un pasaje posterior igualmente célebre, el Papa encontraba la causa del desastre general en la acción del Diablo (de la fuerza del mal, que es persona de perdición), refiriendo así todo su análisis histórico a una línea etiológica ortodoxa, para la cual el princeps huius mundi (aquí mundus se refiere a la oposición auténtica mencionada en 4 2) no es una metáfora del pecado puramente humano y del kantiano radikal Bóse, sino una persona realmente actuante y coadyuvante con la voluntad humana. En el discurso del 18 de tulio de 1975 el Papa pasaba del diagnóstico y la etiología a la terapia del mal histórico de la Iglesia, demostrando comprender bien cómo en mayor medida que un asalto exterior, aflige a la Iglesia una disolución interior. Con vehemente y afectuosa conmoción exhortaba: «¡Basta con la disensión dentro de la Iglesia! ¡Basta con una disgregadora interpretación del pluralismo! ¡Basta con la lesión que los mismos católicos infligen a su indispensable cohesión! ¡Basta con la desobediencia calificada de libertad!».


Esta desorientación continúa siendo atestiguada por sus sucesores. Juan Pablo II, con ocasión de un congreso para las Misiones populares, describió en estos términos la situación de la Iglesia (OR, 7 febrero 1981): «Es necesario admitir con realismo, y con profunda y atormentada sensibilidad, que los cristianos hoy, en gran parte, se sienten extraviados, confusos, perplejos, e incluso desilusionados; se han esparcido a manos llenas ideas contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde siempre; se han propalado verdaderas y propias herejías en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones, rebeliones; se ha manipulado incluso la liturgia; inmersos en el relativismo intelectual y moral, y por esto en el permisivismo, los cristianos se ven tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva».

8. PSEUDO-POSITIVIDAD DE LA CRISIS. FALSA TEODICEA

Algunos llegan mucho más allá de la negación de la crisis, intentando configurarla como un fenómeno positivo. Se basan para este fin sobre analogías biológicas, hablando de fermento y de crisis de crecimiento. Son circiterismos [6] y metáforas que no pueden formar parte de un discurso lógico ni de un análisis histórico.

En cuanto a los fermentos (convertidos en lugar común de la literatura postconciliar por quienes pretenden «vestir a la mona de seda»), aunque puede adoptarse la analogía biológica, es necesario distinguir entre fermentos productores de vida y fermentos productores de muerte: no se confunda, por ejemplo, el saccaromycetes aceti con el saccaromycetes vini.

No toda sustancia que fermenta da origen a un plus, o a algo mejor.

También la putrefacción cadavérica consiste en un vigoroso pulular de vida, pero supone la descomposición de una sustancia superior.

Y en cuanto a decir que es una crisis de crecimiento, se olvida que también las fiebres de crecimiento son un hecho patológico contra el cual se combate, pues el crecimiento natural de un organismo no conoce tales crisis ni en el reino animal ni en el reino vegetal. Además, quien abusa de esas analogías biológicas gira en un círculo vicioso, al no estar en disposición de probar que a la crisis vaya a seguir el crecimiento (como mucho, eso se sabrá en el futuro) y no la corrupción.


En el OR de 23 julio 1972, introduciendo otra analogía poética, se escribe que los actuales gemidos de la Iglesia no son los gemidos de una agonía, sino los de un parto, mediante el cual está llegando al mundo un nuevo ser: es decir, una nueva Iglesia.

Pero, ¿puede nacer una Iglesia nueva? Tras una envoltura de metáforas poéticas y un batiburrillo de conceptos, se oculta aquí la idea de algo que según el sistema católico no puede suceder: que el devenir histórico de la Iglesia pueda ser un devenir de fondo, una mutación sustancial, una conversión de una cosa en su contraria. Al contrario, según el sistema católico el devenir de la Iglesia tiene lugar a través de unas vicisitudes en las cuales cambian las formas accidentales y las coyunturas históricas, pero se conserva idéntica y sin innovación la sustancia de la religión.

La única renovación admitida por una eclesiología ortodoxa es la renovación escatológica, con una nueva tierra y un nuevo cielo; o dicho de otra manera, la final y eterna reordenación del universo creado, liberado en la vida eterna de la imperfección (no de la inherente a su limitación, sino de la del pecado) mediante la justicia de las justicias.

Existieron en el pasado otros esquemas que consideraban esta reordenación como un acontecimiento propio de la historia terrena y una instauración del reino del Espíritu Santo, pero tales esquemas pertenecen a las desviaciones heréticas. La Iglesia deviene, pero no muta. No se da en ella ninguna novedad radical.


El cielo nuevo y la tierra nueva, la nueva Jerusalén, el cántico nuevo, el mismo nuevo nombre de Dios, no son realidades de la historia de este mundo, sino del otro. La tentativa de impulsar al Cristianismo más allá de sí mismo hasta «una forma desconocida de religión, una religión que nadie hasta hoy ha podido imaginar ni describir», como no se recata en escribir Teilhard de Chardins,[7] es un paralogismo y un error religioso: un paralogismo, porque si la religión cristiana debe transmutarse en algo totalmente distinto resulta imposible dar a las proposiciones del discurso idéntico sujeto, y desaparece la continuidad entre la Iglesia actual y la futura; un error religioso, porque el reino que no es de este mundo conoce mutaciones en el tiempo (que es una categoría accidental), pero no en la sustancia.

De esta sustancia, «iota unum non praeteribit»: ni siquiera un ápice cambiará. Teilhard no podría preconizar un caminar del Cristianismo hasta más allá de sí mismo si no fuese porque olvida que caminar hasta fuera de sí mismo, o dicho de otra forma, traspasar la frontera (ultima linea mors)[8], significa morir: y así, el Cristianismo debería morir, o más bien morir para no morir.


9. NUEVAS CONFESIONES DE LA CRISIS
La entidad de cada ente coincide con su unidad interna, tanto en un indivi-duo físico como en un individuo social y moral. Si se desmiembra y escinde el or-ganismo, el individuo muere y se transforma en otro distinto. Si las intenciones y las voluntades de las mentes asociadas divergen o están divididas, concluye enton-ces la convergencia in unum de las partes y desaparece la comunidad. Por tanto también en la Iglesia, que indudablemente es una sociedad, la disolución interna produce una ruptura de la unidad y consiguientemente de su ser.


Esa ruptura de la unidad está ampliamente reconocida en el discurso de Pablo VI del 30 de agosto de 1973, lamentando «la división, la disgregación que, por desgracia, se encuentra ahora en no pocos sectores de la Iglesia», y proclama inme-diatamente que «la recomposición de la unidad, espiritual y real, en el interior mismo de la Iglesia, es hoy uno de los más graves y de los más urgentes problemas de la Iglesia».

Y en el discurso del 23, de noviembre de 1973 el Papa se refiere también a la etiología de semejante desorientación y reconoce el error, admitiendo que «la aper-tura al mundo fue una verdadera invasión del pensamiento mundano en la Iglesia». Esta invasión arrebata a la Iglesia su fuerza de oposición y anula en ella toda espe-cificidad. Y es dramático en este discurso el uso equívoco del pronombre de la pri-mera persona del plural. «Tal vez hemos sido demasiado débiles e imprudentes», dice. ¿Cuál es el sujeto de esta frase? ¿Nosotros o Nos?


10. INTERPRETACIONES POSITIVAS DE LA CRISIS. FALSA TEODICEA.

Ese optimismo espurio con que se contemplan la decadencia de la fe, la apostasía social, la deserción del culto y la depravación moral, nace de una falsa teodicea. Se dice que la crisis es un bien porque obliga a la Iglesia a una toma de conciencia y a la búsqueda de una solución. En estas afirmaciones late implícita la pelagiana negación del mal. Si bien es verdad que los males ocasionan bienes, és-tos siguen siendo sin embargo reduplica tales males, y en cuanto tales no causan ningún bien. La curación es indudablemente un bien en relación a la enfermedad y condicionado por ella, pero no es un bien que le sea inherente ni tiene su causa en la enfermedad.

La filosofía católica no ha caído jamás en tal confusión, y Santo Tomás (Summa theol I, II; q.20, a.5) enseña que «eventus sequens non facit actum malum, qui erat bonus, nec bonum, qui erat malus» .


Solamente por el hábito mental del circiterismo propio de nuestro siglo puede estimarse positiva la crisis considerando las cosas buenas que se seguirán de ella. Las cuales, por cierto, como expresa avisadamente Santo Tomás, no son efectos del mal (al cual sólo pertenecen defectos) sino puramente sucesos. Éstos son efectos de otras causas, y no del mal. Las causas de eventuales consecuencias buenas de la crisis no pertenecen a la línea causal de la crisis, sino a otra línea de causalidad.


Aquí está obviamente implicada toda la metafísica del mal, en la cual no nos compete internarnos; pero es importante dejar claro contra dicho optimismo espu-rio que aunque la crisis estén ligados sucesos venturosos (como a la persecución el martirio, al sufrimiento la educación -según Esquilo-, a la prueba el aumento del mérito, o a la herejía la clarificación de la verdad), éstos no son efectos, sino un plus de bien del cual el mal es por si mismo incapaz .


Atribuir a la crisis el bien, que es extrínseco a la crisis y proviene de un, fuente distinta, supone un concepto imperfecto del orden de la Providencia. En és-te, e bien y el mal conservan cada uno su intrínseca esencia (ser y no ser, eficien-cia y deficiencia), aunque confluyen en un sistema bueno; pero lo bueno es el sis-tema, no los males que, lo conforman, si bien se pueda entonces mediante una ca-tacresis denominarlos males buenos, como hace Niccolo Tommasseo.

Esta visión del orden providencial permite ver cómo «el mundo de arriba al bajo torna» (Par. IX, 108): es decir, cómo también la desviación de la criatura res-pecto al orden (e incluso la condenación) es insertada por la Providencia en el or-den final, que constituye el fin último del universo: la gloria de Dios y de los elegi-dos



11. MÁS SOBRE LA FALSA TEODICEA
Las cosas buenas subsiguientes a la crisis de la Iglesia son por tanto algo a posteriori, no cambian su carácter negativo ni mucho menos la hacen deseable, como algunos atreven a afirmar. Dicho optimismo espurio está equivocado, porque atribuye al mal una fecundidad solamente propia del bien. San Agustín ha dado un expresión felicísima c esta doctrina en De continentia VI, 15 (PL. 40, 358): «Tan-ta quippe est omnipotent eius ut etiam de malis possit facere bona, sive parcendo, sive sanando, sive ad utilitatel coaptando atque vertendo, sive etiam vindicando: omnia namque ista bona sunt» .

No es el mal quien, en un momento posterior, genera a partir de sí mismo el bien: solamente una entidad positiva y distinta (en última instancia, Dios) tiene esta potencialidad.
Es evidente además, en el último de los casos mencionados por San Agustín (la justicia vindicativa), que aunque ordenados por la Providencia los males no pueden transformarse en bienes. Es un bien que los pecados sean castigados con la condenación, pero no por ello son buenos los pecados castigados con la conde-nación.


Por eso, según la teología católica, los santos gozan del orden de justicia en el cual la Providencia ha colocado a los pecadores, pero no de sus pecados en sí mismos, que siguen siendo males. La dependencia de ciertos bienes con respecto a ciertos males es una relación sobre la cual se fundan algunas virtudes, precisa-mente condicionadas a la existencia de defectos.
Así, la penitencia supone el pecado, la misericordia supone la miseria, y el perdón supone la culpa. Lo cual, sin embargo, no hace que el pecado, la miseria y la culpa sean buenos, como sí lo es la virtud condicionada por ellos.



[1] (N. del T.) El autor juega con el significado de los verbos riuscire (tener éxito») y uscire («salir», en este caso con el sentido metafísico de pasar de la potencia al acto).

[2] ROUET DE JOURNEL, Enchiridion patristicum, 97. Ed. Herder. Barcelona-Friburgo-Roma, 1959.

[3] Los discursos papales serán citados siempre con la fecha con la que aparecieron en el OR.

[4] Summa theol., I, q. 25, a. 5 ad primum.

[5] «Habladnos de cosas agradables».

[6] Me parece necesario este término para dar cuenta de una característica del mundo contemporáneo dentro y fuera de la Iglesia. Deriva del adverbio latino circiter (que significa «aproximadamente>,, «más o menos,». Dicho término fue abundantemente utilizado por GIORDANO BRUNO en los Diálogos. De él lo retomamos como perfectamente adecuado a nuestro objeto.

[7] Ver la edición de sus obras completas, vol. VII, p. 405. Expresiones como surhumaniser le Christ, métachristianisme, Dieu transchrétien y similares, demuestran tanto la aptitud del ilustre jesuita para el neologismo como su debilidad de pensamiento.

[8] «La muerte es la última meta» (Horacio).